sábado, 2 de octubre de 2010

Siempre París.

Ya era hora de que este texto saliese a la luz...

Recorrió las calles heladas de París con el frío alojado en los huesos. Sola, ante una acera inmensa, las nubes grises jugaban encima de su cabeza. Suspiró, cerró los ojos y volvió a refugiarse en su bufanda roja. Se sentía tan pequeñita...Nada era igual desde que él se había marchado. Incluso la Torre Eiffel cuando se imponía ante ella, con sus estructuras indestructibles, parecía tener ahora otro aspecto. Los días interminables habían regresado y le pillaron por sorpresa, cuando creyó que con su amor lo tendría todo; una sonrisa permanente, y ese desafío constante en su cabeza: volverle loco una vez más, y otra, y otra. Apresuró el paso dejando atrás su soledad, con la esperanza de volver a verlo sentado en la mesa de siempre en aquel café. En secreto, todas las mañanas iba allí, con la misma idea descabellada en la cabeza de que, tras un periódico y con una taza de café, apareciese él. Que sonriendo se levantase y en un abrazo la llevase tres metros sobre el cielo. Volver a besarlo. Era con el único deseo que había vivido durante aquellos últimos cuatro meses. Diciembre ahora se presentaba mucho más largo. Y en su mente viajaba una pregunta continuamente: ¿Dónde estará? "Café deus Deux Moulins" Esa fue la respuesta determinante aquel día. El café se le enfriaba entre las manos, y la sensibilidad que llevaba prendida brotó de nuevo cuando vio que estaba sola una vez más. No podía perderle, aunque su sensación era la de haberlo perdido ya...pero, ¿cómo iba a dejarla tirada en esto? Y sí, allí estaba él, aquel 14 de Diciembre, detrás de ella. Le tapó los ojos con las manos y volvió a sonreír. Sabía que era él, sin girarse. Su olor, ese inconfundible olor que le hacía viajar de vuelta a los intensos días de verano que habían vivido en las maravillosas calles de París. Chicle de menta, siempre. Ya nada importaba. Estaban juntos. Por fin podía decir "juntos". No más kilómetros, no más suspiros sin razón, vías, ni carreteras que los separasen. No más aire entre ellos. Eran uno. Y un rayito de sol pareció iluminar por un momento su congelado corazón.


-Tres sílabas, ocho letras, ¿sabes qué es? -le preguntó con su sonrisa permanente recién estrenada. -Te quiero. -y le besó.


Desde aquel momento, se hizo amante de las sorpresas, de las inesperadas sobre todo. De él, aunque realmente lo había sido siempre. Y de París. Incondicionalmente. La llamaban la ciudad del amor. Y realmente, lo era.
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